Lo peor (y, al mismo tiempo, lo mejor) de ser un deportista popular es que nos exigimos demasiado. Tanto nos llegamos a exigir que, a veces, nos hacemos depositarios de unas expectativas y unos proyectos desorbitados -tanto nos llegamos a exigir que llevamos vidas espartanas, con planes de entrenamiento inverosímiles que a duras penas cuadran con el resto de nuestras vidas. Ser un deportista popular es, sin duda, algo épico -con complicaciones y comeduras de tarro pero, también, con algunas satisfacciones y muchas ventajas.
Todo esto lo reflexiono al borde de mis dudas de siempre -mañana me voy a Benidorm a hacer mi tercer triatlón. A bordo de una semana totalmente perezosa (la trapera excusa del tapering), con dos sesiones de natación y un desesperado intento, hoy, de demostrarme, a cuenta de la carrera a pie, que estoy vivo y que puedo, puedo y vuelvo a poder; a bordo de esta semana tan perezosa, insisto, tengo los aparejos del triatlón preparados y las maletas hechas entre mares de dudas: ¿levante o calma? ¿oleaje moderado o mar tranquila? ¿para qué demonios me embarco en estas aventuras? ¿neopreno o a pelo? ¿buen tiempo como en mi primer triatlón o mal tiempo como en mi segundo? La solución en dos días...
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