Cuando uno se ha preparado un maratón durante doce semanas y siente unas irrefrenables ganas de tomarse cañas los días previos, debe ser porque tiene sus dudas y sus nervios. Cuando uno se ha preparado un maratón, más o menos a conciencia, y durante la madrugada previa oye, entre sueños, que está diluviando, no puede hacer otra cosa que tener dudas de cómo va a salir la carrera. Pues eso: el lunes 6 de diciembre se presentó con dudas. ¿Estoy dispuesto a sufrir como un capullo para intentar bajar mi marca de Maradonosti? ¿Se convertirá la lluvia en diluvio bíblico que eche por tierra las doce semanas de entrenos?
Bueno, dudas aparte, salimos del taxi: Estadio de Atletismo de Málaga. Entre dos luces todavía. Parece que para de llover. Gente, gente conocida, gente desconocida. Las rutinas de las carreras. Yo estiro, tú estiras, él estira... Olor a Radiosalil. Van pasando los minutos y decido calentar. Hace una temperatura estupenda, primaveral. La gente entra en los cajones que la organización ha previsto: me río yo de unos cajones para los que no hace falta una marca acreditada; pero bueno, fue un detalle de la organización, que, por cierto, estuvo de cine.
Lo que viene después es lo que suele tocar en todas las carreras: pistoletazo de salida, con rayos de sol incluidos y con un arcoiris que parece dar la bienvenida sobre las calles de Málaga a esos dos mil y pico de corredores que, entre el maratón y la carrera de 12 kms, están a punto de tomar el frente marítimo de la ciudad. Bueno, dejo la poesía y el barroquismo a un lado (la verdad es que el detalle del arcoiris se lo merecía -¿en cuántas carreras habéis visto que el pistoletazo de salida coincida con un pedazo de arcoiris?). Lo demás es ya correr y más correr; espejismos de buena marca también; salgo y, desde el principio, me doy cuenta de que he decidido, sin ser del todo consciente, jugármela e ir a por todas. Como en casi todas las carreras, a los dos minutos me doy cuenta de que voy dando todo lo que puedo. Con cabeza, eso sí, que esto es un maratón, pero dando lo que puedo. A los tres kilómetros o así dejo de pasar a gente, hago cálculos y veo que voy a 4'15'' o así. Ritmo demasiado fuerte que dudo poder mantener durante toda la carrera. La cosa sigue así hasta la primera media maratón, que paso en 1h 31'20''. No me puedo quejar de buenas sensaciones aunque noto que falla algo: falla lo que no me faltó en Donosti el año pasado, un grupo compacto de gente con mi mismo ritmo. Aquí, cuando cojo a alguien me doy cuenta de que va demasiado lento; cuando alguien me pasa, me pasa porque yo voy demasiado lento. Con las cosas así, los kilómetros van cayendo: empieza la parte más bonita del recorrido, la Malagueta, los Baños del Carmen y Pedregalejo. A partir de ahí, las buenas sensaciones empiezan a ceder: un detalle tonto me da pistas de que no voy mal pero, desde luego, no tan bien como en los primeros 21: siento una gran decepción porque el kilómetro 29 no está a la altura de los Baños del Carmen, sino unos 2 kilómetros después. Una mala interpretación del miniplano del recorrido me había hecho pensar que estaba antes... Bueno, la cosa sigue: más o menos manteniéndome pero con ganas de dar la vuelta y entrar ya en el Parque y la Alameda. Me tomo mi gel de glucosa y noto un cierto subidón. Kilómetro 32: por la Malagueta, ya de vuelta, me doy cuenta de que me quedan todavía 10 kms. Entramos en el Parque: otro par de sorpresas inesperadas. Con las ganas que tengo de enfilar el Paseo Marítimo y tirar hacia el estadio, nos meten por la Catedral y, más tarde, por Puerta del Mar hacia el Mercado de Atarazanas. En otras circunstancias hubiera disfrutado con estas incursiones en el centro histórico de Málaga. En otras circunstancias, pero ahora voy con la piernas cargadísimas. La misma sensación que empecé a notar en Maradonosti el año pasado; sin embargo hay una gran diferencia: los últimos kilómetros de San Sebastián están llenos de público que te arropa, te agobia, te anima, te empuja hacia el estadio. Vas como en una nube. Los últimos kilómetros de Málaga, sin público apenas, se hacen largos, solitarios, desolados. Cuando por fin pasamos el kilómetro 35 y salimos al río, la cosa pinta regular. Intento hacer cálculos. Me lío. A ratos mi calculadora neuronal de ritmo y kilometraje me dice que voy estupendamente. A ratos me doy cuenta de que a duras penas voy a mejorar el tiempo de San Sebastián. Enfilo el Paseo Marítimo nuevo: de vuelta al estadio, por fin. Quedan 6 kilómetros. 6 kilómetros de nada que, en esta ocasión, se me antojan una distancia que raya el ultrafondo. ¿Es este el famoso muro? Debe serlo. De todos modos, aquí el que no se consuela es porque no quiere. Porque sí, he pasado una racha en que me considero cadáver (me adelantan y me noto con las piernas fatal). Sin embargo, a partir del 37 o 38, saco fuerzas de flaqueza y empiezo a pasar gente. Gente que anda, gente que se masajea las piernas, gente que está muerta de dolor. Dantesco. La soledad era esto. Nos acercamos al estadio. Última broma del recorrido: dejamos el estadio a un lado, cuando casi lo podíamos tocar. Broma de mal gusto y mazazo psicológico. Nos dan una vuelta por el barrio del estadio. Avenidas largas. Centro Acuático de Málaga (pienso en todo lo que me queda por nadar para poder triatlonear con garbo, pienso en lo que sea con tal de seguir corriendo). Otra avenida. Estadio, otra vez. Ahora hay que darle la vuelta por fuera... Dios. Mucho tengo que correr para bajar mi tiempo. Y es que, en los últimos kilómetros, he pensado varias veces en olvidarme del crono, pero no me resigno. Por fin entrada en el estadio, entre la música de una de las dos orquestas que amenizaban la carrera, entro en la pista. Kilómetro 42 y, con fuerzas que no tengo idea de donde sacar, afronto los 195 metros más largos que recuerdo: media pista de atletismo para alcanzar la meta; media pista de atletismo que me dan para hacer un sprint y entrar en meta en 3h07'01'' y, así, bajar en 13 segundos mi tiempo. He hecho una segunda media maratón 4'30'' más lenta que la primera. ¿Podría haber hecho un mejor tiempo con dos medias a un ritmo más homogéneo en las dos partes? Ni idea. Ya no es momento de comeduras de cabeza ni entelequias varias: es momento de afrontar la difícil tarea de quitarse el chip...
El resto es lo que suele pasar después de un maratón: entrega de chip, medalla, agua, bebida isotónica, fruta. Y, esta vez, en mi segundo maratón, soy consciente por primera vez de las escenas dantescas que deja una carrera así. Corredores que no pueden ni andar. Caras derrotadas. Gestos descompuestos. Estiramientos fallidos. Las cosas del correr maratones.
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